Abrazos, besos, confidencias y un vaso de whiskey.

Compartieron tantas lágrimas que se aferraron aún más a las alegrías en los momentos libres de sufrimiento. Las personas se encuentran en instantes específicos de la vida, y dos almas desnudas siempre emergen entre la multitud de máscaras y sonrisas forzadas. Penélope y Federico descubrieron la felicidad tarde, pero se adhirieron a ella sin establecer una fecha límite. Penélope leía diariamente su horóscopo en un periódico gratuito, entregado por el mismo amable repartidor, en la misma estación de metro y a la misma hora. Comenzaba por el final y se detenía en las cuatro líneas de su signo, ACUARIO: «Utiliza tu vitalidad para enfrentar los desafíos de la vida. Protege a tus seres queridos. Pronto alguien cuidará de ti. Carpe Diem». Animada por estas palabras, salió a la Calle de Hortaleza, abriendo su paraguas verde pistacho con una mirada llena de optimismo.
FFederico, un argentino maduro oriundo de Bella Vista en la región de Corrientes, llevaba más de 30 años residiendo en Madrid. Empezó desde lo más bajo con gran esfuerzo y constancia, logrando una situación económica estable tras años de dificultades. Trabajó arduamente en diversos empleos con extensas jornadas hasta cumplir su sueño de trabajar en un periódico. Desde joven, se entregó a la lectura voraz, exploró la psicología, indagó en el mundo de los sueños y se sumergió en libros de astrología. Durante una crisis, logró retener su puesto como publicista en un periódico gratuito y redactar, con pasión e ingenio, las predicciones astrológicas diarias.

Penélope, algo despistada y con notable miopía, salía del VIPS de Gran Vía leyendo un libro sobre Egipto. Se dirigía hacia la Plaza de Callao para girar a la izquierda en la Red de San Luis, rumbo a su casa. Sin tiempo para levantar la vista, tropezó con un hombre que entraba al local absorto en su periódico. Tanto el libro como el periódico cayeron al suelo, pero sus miradas se encontraron en un punto intermedio entre la sorpresa, la vergüenza y la fortuna. Se disculparon precipitadamente, intercambiando sonrisas alentadoras. El libro no sufrió daños, pero el periódico se mojó en un charco de la entrada, quedando ilegible.

– ¡Vaya, qué fatalidad! – exclamó él.
– Lo lamento muchísimo – respondió ella.
Federico sonrió con ironía y bromeó: «No pasa nada. La sección más afectada ha sido la de los horóscopos… y de esa ya me sé lo que decía».

Ella le pidió disculpas nuevamente y le reveló que leía esa sección diariamente antes de ir a trabajar. Él, queriendo impresionarla y atraído por ella, admitió que era el autor de esas predicciones diarias. Optaron por compartir un té con limón y regresaron al establecimiento con una complicidad palpable, que, surgida en apenas minutos, se erigió como la base de su naciente relación.
Salieron mucho en los días siguientes: al cine, de paseo, entablando conversaciones y compartiendo las primeras confidencias. Ambos tenían ese lazo de unión que permite a los divorciados conectar, intercambiando historias de su pasado, de los errores al confiar en las personas, de los malos momentos durante los procesos, del dolor que implicó recomponer sus vidas, el amor por sus hijos, el apoyo de sus padres, la pérdida de amigos, los momentos de soledad, la desesperante incertidumbre sobre el futuro y… las predicciones astrológicas.
En aquellos primeros días, Federico siempre me confesaba en privado que ella le hacía sentir de nuevo mariposas en el estómago, que Penélope era todo menos mediocre, que su rostro delicado y su figura esbelta eran la prueba de la niña que aún vivía en su interior. La llamaba, no sé por qué, “mi niña de plata”. No sé mucho más sobre ella, ya que nunca llegué a conocerla, pero Federico se mostraba radiante y tremendamente ilusionado. Recordando, él siempre admitía que ambos habían sufrido mucho y que compartieron lágrimas, muchas lágrimas, pero que eso solo podía significar que sus almas estaban conectadas y que, según sus teorías, esto desembocaría en un lazo que acabaría uniendo sus corazones y fusionando sus cuerpos.
Penélope, reservada y hermética, justificaba su actitud por el daño sufrido en años de un matrimonio infructuoso con su exmarido intransigente. Era una mujer de valor, menospreciada sistemáticamente por un hombre egoísta que rehusaba compartir sueños y se aferraba a lo material, descreído de los sentimientos. Penélope, fiel a su nombre y leyenda, procedía con cautela en su relación con Federico, deshaciendo cada día lo avanzado para permanecer en el mismo lugar.
Sentados abrazados en un banco de un parque cubierto de hojas ocres, que creaban una alfombra mágica, ella confesó su temor a errar de nuevo, su reticencia a sufrir otra vez y la necesidad de sanar sus heridas antes de entregarse por completo. «Sé que podré amar de nuevo con todo mi ser», afirmó. Federico, atento, se sumergía en su voz sincera, cargada de esperanza latente. Sorprendentemente, ese hombre de mundo se encontraba sin palabras frente a ella y recurría a historias de antiguos libros para sostener una conversación bajo su mirada inocente.
Penélope y Federico se fueron hace algunos años a vivir cerca del Cabo de Gata. Siempre confesaron su fascinación por el mar y el agobio que les producía la gran ciudad. No he vuelto a saber de ellos pero agarrado a un vaso ancho, con dos dedos de whiskey y tres cubitos de hielo algo derretidos, he recordado esa historia. Quizá,  porque he empezado a compartir lágrimas conmigo mismo he echado en falta alguien a quien enjugar su llanto, alguien a quien abrazar en un cine en una tarde de domingo, alguien a quien adorar y devolver a su pedestal.
Las barras de los bares de Malasaña siempre encierran historias entre sus cuatro paredes. Cada vaso que te llevas a la boca te confiesa los secretos de amores frustrados, de besos robados, de hombres buenos y mujeres malas o viceversa, de chicos duros y chicas confiadas, de amores maduros que parecían de adolescentes y de momentos amargos ahogados en licor barato. Los amaneceres son grises en Malasaña… grises como el futuro impredecible de las historias que acaban de comenzar, grises como el humor de un cigarrillo que se consume en un cenicero sin dueño, grises como las historias comunes de la gente corriente, grises como las cenizas de los corazones quemados a golpes del destino, grises como los inciertos mañanas o los ingenuos “tengo toda la vida por delante”.
Una mujer, con perfume asfixiante y labios de rojo, me ha agarrado del hombro y me ha susurrado al oído: “¿Me invitas a una copa?”. He pedido dos copas y he pagado con un billete doblado de 20 euros que llevaba en la cartera… “Ya la tienes pero no te la tomes conmigo, no soy buena compañía”, le he susurrado al oído. Me ha dado un beso en la mejilla y se ha ido con sus tacones de aguja y sus medias de redecilla dirigiéndose a un tipo alto y fuerte que acababa de entrar al local. Ya no me queda un duro pero soy rico en recuerdos. Muevo lentamente los cubitos de hielo y su tintinear me transporta de nuevo a esa mujer que no puedo olvidar. Los hombres somos libros con muchas o pocas historias de mujeres pero en mi libro todas las historias están escritas con buena letra. He leído libros de amigos en los que aparecían muchas mujeres y siempre que sacabas una historia tuya ellos sacaban varias y mejores. Nunca he apostado bravuconamente sobre mi hombría porque creo que alardear de tus conquistas te hace miserable y no me gustan los miserables porque no soy un miserable.
Todo giraba en mi cabeza mientras subía los tres escalones que me llevaban a la calle. Hacía frío, pero el calor interior era tan intenso que no me importaba. Me abracé a una farola con luz parpadeante y bajé la cabeza intentando recuperar la claridad. Dos lágrimas cayeron, una por cada mejilla, recordando a Federico y a Penélope. El alcohol me hace melancólico, pero también lloro en sobriedad. Pienso que los hombres que lloramos somos más humanos que aquellos incapaces de derramar una lágrima por nadie.
No soy descarnadamente sincero por profesión, sino por convicción. Compartir lágrimas facilita compartir alegrías. Por eso, no temo desnudar mi alma ante quien se despoja de prejuicios para mostrarme la suya. Dos almas expuestas simbolizan una unión auténtica, sin máscaras ni artificios. Tal vez ahora, al desnudar mi alma, comiencen las historias de amor, mostrando mi vulnerabilidad para que decidan si merezco o no ser herido. Tras el alma, llegan los besos. Los besos apasionados dan paso a otros casi imperceptibles, donde los labios apenas se rozan, se intuyen, se alejan y vuelven a encontrarse. Los besos unen almas, aceleran corazones y sellan amores. Una vez, una mujer puso mi mano sobre su pecho y sentí su corazón latir con fuerza, «Esto me pasa porque estoy contigo», me susurró.
No entiendo el amor sin pasión; es mi vara de medir. No todos entienden esta poderosa mezcla de admiración, emoción, sinceridad, falta de vergüenza, pasión desbordante y palabras aún más intensas. «El amor, como un suspiro, no ocupa lugar pero lo llena todo»… esa declaración de amor, susurrada por una mujer mientras hacíamos el amor despacio en un viejo pero cómodo sofá, nunca la olvidaré. No olvido nunca lo que digo por amor y recuerdo con precisión todo lo que me dicen con amor. Por eso, mi libro de historias de mujeres es solo mío. En mi libro no hay nombres ni apellidos, solo personas, corazones, almas y sentimientos. Jamás amé a alguien que no compartiera sus lágrimas conmigo, porque tras el llanto llega la sonrisa serena y la mirada dulce. Soy ambicioso, exigente y me atraen las mujeres que son igual. No sé por qué recordé la historia de mi viejo amigo Federico y su querida Penélope, pero estoy seguro de que si dos personas se aman en tiempos difíciles, su amor será aún más fuerte en tiempos de madurez. Aquellos que comparten lágrimas se aferran con más fuerza a la alegría en tiempos de calma.

(FcoTomásM2024)

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