Las sombras siempre acechan

Apurando paulatinamente su vasito de vodka, relamiéndose por dentro y ausentándose por fuera. Beber siempre le apartaba de una realidad que no le gustaba y le sumergía en un estado emocional introspectivo. Solía pasar desapercibido para la mayoría de la gente porque es un tipo corriente, vestido de forma corriente y con un comportamiento nada llamativo ni extravagante. Víctor era un tipo original, vestía fuera de los estándares de moda y era un magnífico conversador cuando estaba con su familia y no bebía. Bajo la sonrisa brillante, que salía de su boca, se escondía la oscura desolación de su corazón. Tenía un rostro corriente y sólo un tatuaje en el lado derecho de cuello en el que se podía leer “Carpe Diem” le hacía distinto a los demás.
Había aprendido a hablar consigo mismo acumulando sinsabores en interminables noches de alcohol y soledad. Nunca afirmó que la bebida era su más leal compañera porque no era amigo de frases hechas pero se llevaba con ella como no se llevaba con nadie en el mundo. Se comprendían sin palabras, sin gestos, sin miradas ni caricias. Era un diálogo sordo en el que las emociones que él demandaba le eran dadas sin ambages por el vodka, el ron o la ginebra. Cada bebida tenía su momento y cada momento sus sentimientos. Había desarrollado una técnica inaudita de comprensión de sus necesidades con las satisfacciones de las mismas a través de la elección de una bebida. Cuando estaba de buen humor y lo que necesitaba era sentirse aún mejor, le entregaba ron a su corazón; cuando sentía malestar físico y ausencia de motivación, se daba a la ginebra; cuando estaba asqueado de todo y quería desaparecer para todos, se inundaba el alma de vodka.
Le conocí por puro azar: al salir de un local de copas de la calle Gravina y darme de bruces con él porque entraba sin mirar. Nos pedimos disculpas y se ofreció a invitarme a una copa por su torpeza y no supe decirle que no. No sé, me dio pena o me inspiró confianza. Es de esas veces en que crees que un hilo invisible te ata a alguna persona. Ya me iba de retirada a casa y me tomé la última. Pensé que el tipo sería comunicativo y que nos reiríamos un rato. Me pareció que sería un buen remate de una noche de viernes, pero no me dijo ni una palabra después de entrar. Pidió un vodka doble y alternaba las miradas al vaso, los sorbos y algunas palabras entre dientes, que me resultaron ininteligibles. Le dije mi nombre y me dijo el suyo pero sin ningún entusiasmo. Le comenté que ese local tenía muy buen ambiente siempre y que la clientela era canela en rama porque se mezclaban los homosexuales finos con perfumes de Dior, los grupos de chicas cargadas de alcohol y las medias rotas, algún grupo de extranjeros que iban hasta las trancas y alguna pandillas de jóvenes en busca de sexo fácil y drogas caras.
Víctor, que así se llamaba o así me dijo que le llamaban, me miró con cierta indiferencia y sólo asintió con la cabeza. Nunca me ha gustado ser pesado, ni cuando voy con el nivel de alcohol admisible superado con creces, y no insistí en darle conversación. Pareció agradecer que no volviera a dirigirle la palabra. Me fui al baño a solventar una perentoria necesidad fisiológica y cuando volví nos habían servido otra ronda. Fui a pagar pero me sujeto con fuerza la mano para que no la pudiese sacar del bolsillo y entendí que invitaba él. La gente se fue marchando entre cánticos, gritos, abrazos y náuseas. El camarero dominicano empezó a barrer el suelo y llegó para hacer lo propio bajo nuestros taburetes de al lado de la barra. Nos hizo un gesto con una amable sonrisa y nos levantamos para encaminarnos a la puerta a través de esa tiniebla irrespirable que tienen todos los garitos cuando apagan casi todas las luces.
Hacía frío y me abroché la cremallera de mi cazadora, Víctor hizo lo propio, después de subirse el cuello de la camisa, pero me fijé en un tatuaje en el lado derecho de su cuello en el que se leía “Carpe Diem”. Sin palabras, sin gestos, sin comunicación alguna, nos encaminamos hacía la boca de Metro de Chueca. Miré el reloj y eran las seis y diez de la mañana. Reconozco que iba muy cargado de alcohol y me detuve en un rincón para poder orinar. Al volverme, Víctor ya no estaba. Miré con la turbiedad que se tiene en ese estado y no había ni rastro de él.
En aquella época, salíamos casi todos los jueves en busca de universitarias de ERASMUS por las fiestas de cualquier discoteca de Madrid. Eran muy promiscuas, nosotros también. Salíamos de la facultad a las doce y teníamos tiempo para comer, echarnos la siesta, ducharnos, regarnos en colonia y salir a cenar algo antes de entrar en faena. Aquella noche íbamos con retraso y empezábamos a tomar unos bocadillos de calamares en la Plaza Mayor a las once y media de la noche. Nos reímos entre cervezas, bravuconadas, comentarios soeces sobre las chicas y gestos obscenos hacía todo el que pasaba por el callejón. Nos encaminamos a las discotecas del centro que conocíamos y que entendíamos que tenían mejores fiestas y mejores chicas. La noche no fue buena porque dos amigos se pusieron malos y otros dos se marcharon con ellos para que no estuviesen solos en el piso compartido. Al final de la noche me vi solo.
Como los jugadores profesionales de póquer, los ligones de oficio siempre creemos en los golpes de suerte y nunca renunciamos a seguir tentando al Destino. No sé cómo pero acabé en un local en la calle de Hortaleza, al que se accedía bajando tres o cuatro escalones. Estaba plagado de gente y un tipo negro musculado, ataviado con un peto de tela vaquera, tocaba el saxofón acompañado de fondo por música chill out. Todo el mundo miraba al músico negro pero mi mirada se clavó en el tipo sentado al final de la barra, era Víctor. Hice cuentas mentales y deduje que le conocí tres semanas antes.
Me acerqué y le saludé efusivamente. Él me sonrió levemente pero percibí que se alegró al reencontrarse conmigo. Hizo un gesto a la chica de la barra y nos sirvieron. Era impresionante el dominio escénico que tenía Víctor en los locales. O le conocían en todos o en todos se quedaban hechizados para su personal magnetismo de hombre sin palabras. Sólo le comenté que me había ido quedando sin amigos a lo largo de la noche, pero no me dijo nada. En una pequeña pista de baile, dos mulatos bailaban con dos mulatas formando un cuarteto en el que se aunaban, a partes iguales, la belleza, el estilo, el ritmo y el erotismo. Todos miraban menos Víctor. A mí siempre me ha gustado mirar a los que saben bailar porque nunca he estado especialmente dotado para el bailoteo. Observé que Víctor cruzó sus dos brazos encima de la barra, agarró fuertemente su vaso y apoyo la cabeza. Pensé que estaba adormilado por la bebida y seguí mirando a los mulatos.
No eché en falta la conversación de Víctor porque nunca disfruté de ella. Me dediqué a mirar y a beber hasta que agoté mi vaso y me dispuse a pedir otra ronda, que tenía pensado pagar yo. Víctor estaba inmóvil, suponía que sumido en sus sueños. Le toqué en el hombro para despabilarle y decirle que le invitaba pero no hizo ni un solo ademán de incorporarse. Le fui a coger de una mano para intentar sacarle del sopor de la bebida pero tenía la mano helada. No estaba lo suficientemente borracho para no saber que estaba muerto. Era el segundo año que cursaba quinto de medicina en el Complutense. Me quedé tan helado como él. Uno está acostumbrado a tocar fiambres en el laboratorio de autopsias pero esto era otra cosa. Los mulatos seguían bailando pero mis pensamientos daban más vuelta que ellos. Empecé a marearme. Dejé un billete de 50 euros en la barra sujeto por el codo de Víctor y me fui.
Salí y vomité durante minutos con arcadas interminables. Ya no tenía ni la cena, ni las bebidas en el estómago y era como si necesitase vomitar un sentimiento extraño entre la culpabilidad y la estupefacción. No recuerdo mucho de aquella noche y confieso que estuve muchos días sin poder quitarme a Víctor de la cabeza. Se nos habían echado encima el mes de mayo y los exámenes finales. Sin dar ni un palo al agua a lo largo del curso, todo nos pusimos a estudiar como locos y dejamos de salir hasta que terminásemos. Era nuestro último año y cuatro de nosotros, entre ellos yo, no podríamos volver a repetir quinto.
Pasé bien las pruebas finales de Cirugía, Deontología, Psiquiatría y Sistema Endocrino. Además, llevaba aprobadas del año anterior tanto Patología Infecciosa como Oncología Clínica. El último examen era el de Patología y Cirugía Forense. Siempre consistía en responder a las preguntas de los catedráticos en torno a un cadáver. Lo había visto mil veces y ya no me impresionaba la presencia de un cuerpo muerto encima de una mesa camilla con mal aspecto, cicatrices y alguna amputación. No quise desayunar en casa por si me revolvía al ver de nuevo un cadáver porque nunca se sabe cómo vas a tener el día.
Fuimos pasando a la sala fría de la morgue en grupos de cinco alumnos. Me tocó en la segunda tanda. Los cinco primeros en salir, nos guiñaron un ojo en señal de complicidad y nos dejaron entrever que la cosa era aparentemente sencilla. Pasamos lentamente y allí estaban los cuatro catedráticos miembros del tribunal. Todo mi futuro estaba en esa prueba. El catedrático y forense, Eduardo De la Fuente, conocido por todos como “Manostijeras”, nos dijo que nos aproximáramos a la mesa camilla y levantó la sábana que cubría el cuerpo del pobre diablo que nos había tocado aquel día. Todos miramos con expectación, tres a un lado de la camilla y dos al otro, pero sólo yo me percaté de que el muerto tenía un tatuaje en el lado derecho de cuello en el que se podía leer “Carpe Diem”.

(FcoTomásM2024)

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