Eduardo era un cuarentón alto, con barba y bigote canoso, una melena plateada con cierto aire hippie, ojos claros y una nariz larga, que bien podría describirse con su rostro como «perfil griego». Siempre vestía con camisa de cuadros y vaqueros desgastados, y hablaba con un tono bajo y conciliador. Su trabajo no era excesivamente interesante debido a que los aparejadores habían pasado de ser un grupo profesional de prestigio social a una pandilla de trabajadores mal pagados y con un alto nivel de desempleo, a causa de la crisis en el sector de la construcción. Lo más común era verlo entrar al edificio de su empresa de arquitectura con esas amplias carpetas que contienen los planos, y unos grandes auriculares de color rojo adornando su cabeza, conectados a sus oídos con música de The Beatles.
Entró en el ascensor con mucho cuidado para no doblar su carpeta y apenas reparó en la chica al fondo del elevador. Al girarse para pulsar el botón del piso 9, sus ojos se clavaron en la profundidad esmeralda de aquellos ojos femeninos.
– Disculpa, no te había visto al entrar. ¿A qué piso vas? – le dijo con su tono de voz a medio gas.
– Al noveno – respondió ella rápidamente, a punto de atropellarse con esas dos únicas palabras.
Subiendo lentamente, porque el ascensor era antiguo y avanzaba a trompicones, ella no apartaba los ojos de él, y él no apartaba los ojos de ella. La puerta se abrió a tirones y Eduardo salió con cuidado para no doblar su carpeta y luego dejó salir a la joven.
– Voy al estudio de arquitectura – dijo ella con la certeza de que él trabajaba allí, por su inconfundible carpeta.
– Yo también – afirmó Eduardo, sin dejar de mirar sus ojos de tono esmeralda.
Ambos esperaron a que la puerta se abriese, tras tocar el timbre con sonido a carraca, y entraron casi al mismo tiempo a la sala de espera. La luz entraba por las ventanas con la fuerza del sol del mes de abril, y Eduardo se encaminó a su pequeño despacho, mientras ella se quedaba hablando con la chica de la recepción.
Desplegó sus planos sobre la mesa y repasó todas las anotaciones con meticulosidad, hasta que fue interrumpido por la voz de su jefe, que entró de sopetón.
– Eduardo, te presento a mi hija Claudia – le dijo, indicando con el dedo índice de su mano derecha a la joven que había subido con él en el ascensor.
– Ya nos conocemos, jajaja – comentó ella.
– Sí, hemos subido juntos en el ascensor – asintió el aparejador, esbozando una pequeña sonrisa.
De esto han pasado tres años, tres meses y dos días, según me recuerda Eduardo todos los días. Yo solo soy el ilustrador del estudio de arquitectura y admiro a Eduardo por su profesionalidad y su buen manejo de las relaciones sociales. Había ingresado en la empresa tan solo cuatro o cinco semanas antes de estos hechos, pero ya había estrechado lazos con él porque fue el único que no me miraba por encima del hombro al ser el recién llegado.
Durante estos más de tres años, he ido viendo cómo Claudia y Eduardo iban quedando para salir juntos. Los vi tomando una cerveza los viernes en el bar de la esquina, comiendo juntos en el restaurante asiático de la acera de enfrente, e incluso distraje al jefe cuando preguntó por Eduardo o su hija, sabiendo que se habían ido juntos a desayunar. Me da mucha envidia su historia de amor, ya que nunca he tenido la oportunidad de encontrar a alguien de quien enamorarme lentamente, forjando la relación con conversaciones interminables y recordando el primer beso y la primera vez que se hace el amor.
A menudo, los miembros del colectivo LGBTI tenemos fama de ser promiscuos, y algunos lo son, pero a todos nos gustaría ser protagonistas de una bella historia de amor. Este año, volveré a acudir a la Manifestación del Orgullo de Madrid el 6 de julio. Planeo ir, como todos los años, con mi mejor camiseta de hombreras y mi pantalón más ajustado. Es probable que, como en años anteriores, termine saboreando los labios de algún desconocido en algún rincón de esta ciudad cosmopolita y acogedora, que recibe al gentío multicolor de estas fechas con los brazos abiertos y ese calor intenso y casi asfixiante del verano madrileño.
Muchos de mis amigos cuarentones me dicen que no tengo ni idea de lo que era no poder salir del armario años atrás, y dicen envidiar mis 24 primaveras. Yo nunca he tenido que esconderme de nadie y siempre he mostrado mis tendencias sin tapujos ni mentiras. No fui de esos niños que jugaban con muñecas cuando eran pequeños, pero sí me encantaban los chicos en el instituto, y las chicas jamás me llamaron la atención. Hoy me ha dado por recordar todas estas cosas y no sé por qué.
No me puedo quejar, pues he tenido a todos los chicos que he querido, pero sigo esperando a alguien con quien tender un puente hacia el futuro. Bueno, a estas alturas del relato aún no me he presentado: «Me llamo Daniel… jejeje, pero me llaman Didi, y eso me encanta». No soy alto, pero voy al gimnasio todos los días y tengo un tipito súper sexy. Mi color favorito es el amarillo chillón y mi perfume para conquistar es de TOM FORD, pero no diré cuál. Nunca he tenido desengaños amorosos, quizás porque nunca me he enamorado de verdad, y por eso envidio tanto a Eduardo y Claudia. Cuando los miras, te das cuenta de que son el uno para el otro.
La mayor parte del tiempo que paso con ellos, principalmente durante las horas de trabajo, la paso deleitándome con sus miradas, la forma en que él le coge la mano a ella disimuladamente, la forma en que Claudia tiene de pasarle la mano por el hombro a Eduardo cuando está sentado en su mesa de trabajo, y esas sonrisas que se lanzan mutuamente creyendo que nadie los ve. El amor adorna la vida de los enamorados con guirnaldas de sueños y diademas de caricias. Yo quiero una guirnalda y una diadema para poder salir a la calle dibujando el nombre de mi chico en las paredes. «Kisses for everybody».
(FcoTomásM2024)