DÍA INTERNACIONAL DEL ORGULLO.

Eduardo era un cuarentón alto, con barba y bigote canoso, una melena plateada con cierto aire hippie, ojos claros y una nariz larga, que bien podría describirse con su rostro como «perfil griego». Siempre vestía con camisa de cuadros y vaqueros desgastados, y hablaba con un tono bajo y conciliador. Su trabajo no era excesivamente interesante debido a que los aparejadores habían pasado de ser un grupo profesional de prestigio social a una pandilla de trabajadores mal pagados y con un alto nivel de desempleo, a causa de la crisis en el sector de la construcción. Lo más común era verlo entrar al edificio de su empresa de arquitectura con esas amplias carpetas que contienen los planos, y unos grandes auriculares de color rojo adornando su cabeza, conectados a sus oídos con música de The Beatles.

Entró en el ascensor con mucho cuidado para no doblar su carpeta y apenas reparó en la chica al fondo del elevador. Al girarse para pulsar el botón del piso 9, sus ojos se clavaron en la profundidad esmeralda de aquellos ojos femeninos.

– Disculpa, no te había visto al entrar. ¿A qué piso vas? – le dijo con su tono de voz a medio gas.

– Al noveno – respondió ella rápidamente, a punto de atropellarse con esas dos únicas palabras.

Subiendo lentamente, porque el ascensor era antiguo y avanzaba a trompicones, ella no apartaba los ojos de él, y él no apartaba los ojos de ella. La puerta se abrió a tirones y Eduardo salió con cuidado para no doblar su carpeta y luego dejó salir a la joven.

– Voy al estudio de arquitectura – dijo ella con la certeza de que él trabajaba allí, por su inconfundible carpeta.

– Yo también – afirmó Eduardo, sin dejar de mirar sus ojos de tono esmeralda.

Ambos esperaron a que la puerta se abriese, tras tocar el timbre con sonido a carraca, y entraron casi al mismo tiempo a la sala de espera. La luz entraba por las ventanas con la fuerza del sol del mes de abril, y Eduardo se encaminó a su pequeño despacho, mientras ella se quedaba hablando con la chica de la recepción.

Desplegó sus planos sobre la mesa y repasó todas las anotaciones con meticulosidad, hasta que fue interrumpido por la voz de su jefe, que entró de sopetón.

– Eduardo, te presento a mi hija Claudia – le dijo, indicando con el dedo índice de su mano derecha a la joven que había subido con él en el ascensor.

– Ya nos conocemos, jajaja – comentó ella.

– Sí, hemos subido juntos en el ascensor – asintió el aparejador, esbozando una pequeña sonrisa.

De esto han pasado tres años, tres meses y dos días, según me recuerda Eduardo todos los días. Yo solo soy el ilustrador del estudio de arquitectura y admiro a Eduardo por su profesionalidad y su buen manejo de las relaciones sociales. Había ingresado en la empresa tan solo cuatro o cinco semanas antes de estos hechos, pero ya había estrechado lazos con él porque fue el único que no me miraba por encima del hombro al ser el recién llegado.

Durante estos más de tres años, he ido viendo cómo Claudia y Eduardo iban quedando para salir juntos. Los vi tomando una cerveza los viernes en el bar de la esquina, comiendo juntos en el restaurante asiático de la acera de enfrente, e incluso distraje al jefe cuando preguntó por Eduardo o su hija, sabiendo que se habían ido juntos a desayunar. Me da mucha envidia su historia de amor, ya que nunca he tenido la oportunidad de encontrar a alguien de quien enamorarme lentamente, forjando la relación con conversaciones interminables y recordando el primer beso y la primera vez que se hace el amor.

A menudo, los miembros del colectivo LGBTI tenemos fama de ser promiscuos, y algunos lo son, pero a todos nos gustaría ser protagonistas de una bella historia de amor. Este año, volveré a acudir a la Manifestación del Orgullo de Madrid el 6 de julio. Planeo ir, como todos los años, con mi mejor camiseta de hombreras y mi pantalón más ajustado. Es probable que, como en años anteriores, termine saboreando los labios de algún desconocido en algún rincón de esta ciudad cosmopolita y acogedora, que recibe al gentío multicolor de estas fechas con los brazos abiertos y ese calor intenso y casi asfixiante del verano madrileño.

Muchos de mis amigos cuarentones me dicen que no tengo ni idea de lo que era no poder salir del armario años atrás, y dicen envidiar mis 24 primaveras. Yo nunca he tenido que esconderme de nadie y siempre he mostrado mis tendencias sin tapujos ni mentiras. No fui de esos niños que jugaban con muñecas cuando eran pequeños, pero sí me encantaban los chicos en el instituto, y las chicas jamás me llamaron la atención. Hoy me ha dado por recordar todas estas cosas y no sé por qué.

No me puedo quejar, pues he tenido a todos los chicos que he querido, pero sigo esperando a alguien con quien tender un puente hacia el futuro. Bueno, a estas alturas del relato aún no me he presentado: «Me llamo Daniel… jejeje, pero me llaman Didi, y eso me encanta». No soy alto, pero voy al gimnasio todos los días y tengo un tipito súper sexy. Mi color favorito es el amarillo chillón y mi perfume para conquistar es de TOM FORD, pero no diré cuál. Nunca he tenido desengaños amorosos, quizás porque nunca me he enamorado de verdad, y por eso envidio tanto a Eduardo y Claudia. Cuando los miras, te das cuenta de que son el uno para el otro.

La mayor parte del tiempo que paso con ellos, principalmente durante las horas de trabajo, la paso deleitándome con sus miradas, la forma en que él le coge la mano a ella disimuladamente, la forma en que Claudia tiene de pasarle la mano por el hombro a Eduardo cuando está sentado en su mesa de trabajo, y esas sonrisas que se lanzan mutuamente creyendo que nadie los ve. El amor adorna la vida de los enamorados con guirnaldas de sueños y diademas de caricias. Yo quiero una guirnalda y una diadema para poder salir a la calle dibujando el nombre de mi chico en las paredes. «Kisses for everybody».

(FcoTomásM2024)

Lo ínfimo que eres

Sentado a la orilla del mar, te das cuenta de lo ínfimo que eres. Ante el horizonte infinito, que une en una línea perfecta el cielo y el agua, se fija la mirada buscando no sé qué. Esta armonía de nubes, cielo, sol, agua y algún velero, me recuerda los dibujos que uno hace de pequeño en los que intenta que no se le escape ni el más mínimo detalle para demostrarse a uno mismo que es mucho más mayor de lo que los adultos creen. Dibujos con un sol siempre radiante con sus rayitos saliendo del círculo perfectamente pintado de amarillo chillón, las nubes blancas con forma de nubes sin forma, pájaros de dos simples líneas curvas que se unen en un vértice casi perfecto, un mar azul oscuro con olas blancas y un barquito velero pintado de azul con la vela roja, verde o amarilla y la ausencia de personas. ¿Por qué pintamos de niños estampas playeras sin personas? Quizás el niño sabe lo ínfimo que es el ser humano ante el cielo y el mar.
Aprendemos a nadar en un intento por demostrar a la naturaleza que no tememos al mar pero no podemos volar. Dédalo e Ícaro lo intentaron en tiempos minoicos pero pagaron caro si desafío al cielo, propiedad de los dioses, y el potente sol derritió la cera de sus alas y no se pudo evitar la caída inevitable del joven que intento porfiar el poder de los habitantes del Olimpo. El cielo es propiedad de los Dioses y el hombre teme ese espacio infinito e inabarcable.
El mar es cercano, el agua se toca con las manos, saltamos ante una ola, navegamos sorteando las corrientes y dejamos mensajes dentro de una botella porque sabemos que alguien en otra orilla recogerá el mensaje y nos demostrará que no estamos nunca solos.
Pasea la gente por la playa al atardecer, los pescadores sacan sus cañas y colocan el cebo para engañar a algún pez poco hábil, un perro corretea en busca de una pequeña pelota que le lanza una niña con su padres y acurrucados bajo una toalla se mezclan los besos de dos adolescentes enamorados.
Sí, hay gente en la playa aunque nunca la reflejemos en los dibujos de niños y siempre nos quedaran los magníficos cuadros levantinos de Sorolla. El mar es inmenso, peligroso o amable, benefactor o destructor pero siempre es cercano. Sentado a la orilla del mar, te das cuenta de lo ínfimo que eres.

(FcoTomásM2024)

SOMOS ADICTIVOS A LO DESCONOCIDO

A  Ícaro y Dédalo les debemos el mito del hombre que se fabrica unas alas con intención de volar pero al acercarse al Sol se derrite la cera que unía las plumas, lo que provoca que caiga perdiendo la vida. Sin embargo,  siempre nos queda a los mortales esa capacidad de soñar con los ojos abiertos. Sueño mucho, bastante, incluso demasiado, pero igual que las crías de las aves nacidas en primavera  saltan del nido para volver a él consiguiendo dar tan solo torpes aleteos, que no les permiten alzan mínimamente el vuelo; es así como el soñador , sueña y sueña, y a pesar de los encontronazos con la realidad no ceja en su empeño. Somos adictivos a lo desconocido, a lo inalcanzable, a lo aparentemente imposible, a los vuelos rápidos por una realidad ficticia con compañeros inexistentes y recorridos por senderos sinuosos de laberínticos trazados, que intentando provocar la perdición nos despiertan el afán de superación. No podemos resistir la tentación de comenzar a correr por empedrados caminos serpenteantes, que sólo nos guían a la perdición de la dignidad.
La dignidad ni se compra ni se vende, pero se pierde o se gana, y en ese ir y venir de viajes inciertos con compañeros extraños nos acercamos o alejamos de nuestro yo para confundirnos con el de otro. Sigo pesando, a pesar de los años, en aquel fatídico día de abril en el que, con la venda cegadora y engañosa de un amor mal entendido, no hice otra cosa que perder mi dignidad, destrozar mis valores y dar una estocada casi letal en mi corazón para toda la vida; logré emponzoñar mi alma para un tiempo largo y casi ilimitado.
La mezquindad corona las acciones de muchas personas que, ajenas a la nobleza de la verdad en sus actos, corrompen su mente con venenos alucinógenos hasta olvidar que poseen corazón y renegar de su propia alma.
No entiendo a quienes se jactan de lo que no poseen, con tal convicción en la mentira que casi te hacen cuestionar la realidad de la ficción. En mi mundo, acojo a aquellos que ostentan sin vergüenza el estandarte de la verdad y están dispuestos a arriesgar su vida por sus principios.
Me agrada la gente que se enamora de mí o me detesta, pero mi mayor satisfacción es que nadie queda indiferente ante este sincero y leal caballero quijotesco que no teme expresar amor o atracción, que acepta que otros elijan senderos y compañeros distintos, que se ilusiona con una dulce palabra de amor o una astuta mentira disfrazada. Viajé largo tiempo sin desear compañía, pero nunca incliné la cabeza, ni por vergüenza ni por cobardía, ante aquellos que me desafiaban como molinos de viento y agitaban sus brazos como aspas, ni frente a los que parecían gigantes intentando golpearme con fuerza para doblegar mi coraje.

Soy consciente de que, siendo sábado por la noche y con el calor de junio, serán pocos los que me lean, pero agradezco a aquellos que desafían el sueño o el aburrimiento leyéndome. Ebrio de letras y de alcohol, intoxicado de amarguras y falsedades, azotado por el capricho del destino que me obliga a seguir navegando sin descanso en el viaje de mi vida – aunque he aprendido que se puede ser felizmente triste con solo un rayo de sol – respiro con dificultad, sosteniendo un vaso para terminar lo que queda en mi copa de vino tinto de Nemea, de mi amada Grecia. Un vino que oscurece o ilumina la mente para ciertas confesiones, y que me inspira a escribir este texto, pretendidamente profundo, pero probablemente disminuido.
Este relato es sencillo pero está elaborado con la ilusión de un aprendiz de rapsoda, dedicado a quienes me valoran, a los que aman en secreto, a los que odian con tal hipocresía que terminan confundidos, y a los que disfrutan dando consejos o compartiendo problemas. Para todos ustedes, mi confesión nocturna: soy irremediablemente humano, no estoy hecho para ser un héroe y si escribo es por el egoísmo de evitar un trastorno psicológico mayor, liberando mis sufrimientos y penas en letras desordenadas, versos libres y textos que parecen inconexos. Solo les pido que nunca duden que les leo, les aprecio, les extraño y comparto sus alegrías y tristezas como si fuera uno de sus amigos más íntimos. Mañana habrá luz natural en nuestras vidas, pero si es necesario, encenderé mil luces para sentir la claridad que ilumine nuestro camino y nos permita caminar sin caídas.

(FcoTomásM2024)

PIEL DE SERPIENTE

A veces, sólo a veces, uno lamenta no tener piel de serpiente para poder mudar su piel cuando necesita creer ser alguien diferente por un tiempo y poder aparecer ante los demás de forma casi irreconocible. Tampoco sería irrenunciable para el ser humano poder dejar de sentirse un gusano y meterse en un capullo de seda para renacer como una envidiable mariposa.

No debemos renunciar a nuestra esencia; esa forma particular de ver la vida con una mirada diferente a los demás. Somos únicos pero desconocemos si la hipotética capacidad de sufrir una catarsis sería un logro o una gran desilusión.

La piel es lo único que nos separa del exterior. A través de la piel se siente frío o calor, pero, también, se aprecia una caricia estremecedora o la humedad de una lágrima recorriendo nuestro rostro. La piel es una barrera a los elementos exteriores pero es incapaz de protegernos del odio, de la indiferencia, del veneno de las lenguas ajenas o del miedo.

Los humanos somos limitados, muy limitados. Me atrevería a decir que lo más valioso que tenemos, nuestra alma, es lo más vulnerable y sensible a las adversidades. La mente se habitúa a la reconquista del amor propio y el cuerpo se sobrepone a todo menos a la muerte pero nuestra alma se desinfla por una simple mirada del enemigo. A veces, sólo a veces, uno lamenta no tener piel de serpiente.

(FcoTomásM2024)

Las sombras siempre acechan

Apurando paulatinamente su vasito de vodka, relamiéndose por dentro y ausentándose por fuera. Beber siempre le apartaba de una realidad que no le gustaba y le sumergía en un estado emocional introspectivo. Solía pasar desapercibido para la mayoría de la gente porque es un tipo corriente, vestido de forma corriente y con un comportamiento nada llamativo ni extravagante. Víctor era un tipo original, vestía fuera de los estándares de moda y era un magnífico conversador cuando estaba con su familia y no bebía. Bajo la sonrisa brillante, que salía de su boca, se escondía la oscura desolación de su corazón. Tenía un rostro corriente y sólo un tatuaje en el lado derecho de cuello en el que se podía leer “Carpe Diem” le hacía distinto a los demás.
Había aprendido a hablar consigo mismo acumulando sinsabores en interminables noches de alcohol y soledad. Nunca afirmó que la bebida era su más leal compañera porque no era amigo de frases hechas pero se llevaba con ella como no se llevaba con nadie en el mundo. Se comprendían sin palabras, sin gestos, sin miradas ni caricias. Era un diálogo sordo en el que las emociones que él demandaba le eran dadas sin ambages por el vodka, el ron o la ginebra. Cada bebida tenía su momento y cada momento sus sentimientos. Había desarrollado una técnica inaudita de comprensión de sus necesidades con las satisfacciones de las mismas a través de la elección de una bebida. Cuando estaba de buen humor y lo que necesitaba era sentirse aún mejor, le entregaba ron a su corazón; cuando sentía malestar físico y ausencia de motivación, se daba a la ginebra; cuando estaba asqueado de todo y quería desaparecer para todos, se inundaba el alma de vodka.
Le conocí por puro azar: al salir de un local de copas de la calle Gravina y darme de bruces con él porque entraba sin mirar. Nos pedimos disculpas y se ofreció a invitarme a una copa por su torpeza y no supe decirle que no. No sé, me dio pena o me inspiró confianza. Es de esas veces en que crees que un hilo invisible te ata a alguna persona. Ya me iba de retirada a casa y me tomé la última. Pensé que el tipo sería comunicativo y que nos reiríamos un rato. Me pareció que sería un buen remate de una noche de viernes, pero no me dijo ni una palabra después de entrar. Pidió un vodka doble y alternaba las miradas al vaso, los sorbos y algunas palabras entre dientes, que me resultaron ininteligibles. Le dije mi nombre y me dijo el suyo pero sin ningún entusiasmo. Le comenté que ese local tenía muy buen ambiente siempre y que la clientela era canela en rama porque se mezclaban los homosexuales finos con perfumes de Dior, los grupos de chicas cargadas de alcohol y las medias rotas, algún grupo de extranjeros que iban hasta las trancas y alguna pandillas de jóvenes en busca de sexo fácil y drogas caras.
Víctor, que así se llamaba o así me dijo que le llamaban, me miró con cierta indiferencia y sólo asintió con la cabeza. Nunca me ha gustado ser pesado, ni cuando voy con el nivel de alcohol admisible superado con creces, y no insistí en darle conversación. Pareció agradecer que no volviera a dirigirle la palabra. Me fui al baño a solventar una perentoria necesidad fisiológica y cuando volví nos habían servido otra ronda. Fui a pagar pero me sujeto con fuerza la mano para que no la pudiese sacar del bolsillo y entendí que invitaba él. La gente se fue marchando entre cánticos, gritos, abrazos y náuseas. El camarero dominicano empezó a barrer el suelo y llegó para hacer lo propio bajo nuestros taburetes de al lado de la barra. Nos hizo un gesto con una amable sonrisa y nos levantamos para encaminarnos a la puerta a través de esa tiniebla irrespirable que tienen todos los garitos cuando apagan casi todas las luces.
Hacía frío y me abroché la cremallera de mi cazadora, Víctor hizo lo propio, después de subirse el cuello de la camisa, pero me fijé en un tatuaje en el lado derecho de su cuello en el que se leía “Carpe Diem”. Sin palabras, sin gestos, sin comunicación alguna, nos encaminamos hacía la boca de Metro de Chueca. Miré el reloj y eran las seis y diez de la mañana. Reconozco que iba muy cargado de alcohol y me detuve en un rincón para poder orinar. Al volverme, Víctor ya no estaba. Miré con la turbiedad que se tiene en ese estado y no había ni rastro de él.
En aquella época, salíamos casi todos los jueves en busca de universitarias de ERASMUS por las fiestas de cualquier discoteca de Madrid. Eran muy promiscuas, nosotros también. Salíamos de la facultad a las doce y teníamos tiempo para comer, echarnos la siesta, ducharnos, regarnos en colonia y salir a cenar algo antes de entrar en faena. Aquella noche íbamos con retraso y empezábamos a tomar unos bocadillos de calamares en la Plaza Mayor a las once y media de la noche. Nos reímos entre cervezas, bravuconadas, comentarios soeces sobre las chicas y gestos obscenos hacía todo el que pasaba por el callejón. Nos encaminamos a las discotecas del centro que conocíamos y que entendíamos que tenían mejores fiestas y mejores chicas. La noche no fue buena porque dos amigos se pusieron malos y otros dos se marcharon con ellos para que no estuviesen solos en el piso compartido. Al final de la noche me vi solo.
Como los jugadores profesionales de póquer, los ligones de oficio siempre creemos en los golpes de suerte y nunca renunciamos a seguir tentando al Destino. No sé cómo pero acabé en un local en la calle de Hortaleza, al que se accedía bajando tres o cuatro escalones. Estaba plagado de gente y un tipo negro musculado, ataviado con un peto de tela vaquera, tocaba el saxofón acompañado de fondo por música chill out. Todo el mundo miraba al músico negro pero mi mirada se clavó en el tipo sentado al final de la barra, era Víctor. Hice cuentas mentales y deduje que le conocí tres semanas antes.
Me acerqué y le saludé efusivamente. Él me sonrió levemente pero percibí que se alegró al reencontrarse conmigo. Hizo un gesto a la chica de la barra y nos sirvieron. Era impresionante el dominio escénico que tenía Víctor en los locales. O le conocían en todos o en todos se quedaban hechizados para su personal magnetismo de hombre sin palabras. Sólo le comenté que me había ido quedando sin amigos a lo largo de la noche, pero no me dijo nada. En una pequeña pista de baile, dos mulatos bailaban con dos mulatas formando un cuarteto en el que se aunaban, a partes iguales, la belleza, el estilo, el ritmo y el erotismo. Todos miraban menos Víctor. A mí siempre me ha gustado mirar a los que saben bailar porque nunca he estado especialmente dotado para el bailoteo. Observé que Víctor cruzó sus dos brazos encima de la barra, agarró fuertemente su vaso y apoyo la cabeza. Pensé que estaba adormilado por la bebida y seguí mirando a los mulatos.
No eché en falta la conversación de Víctor porque nunca disfruté de ella. Me dediqué a mirar y a beber hasta que agoté mi vaso y me dispuse a pedir otra ronda, que tenía pensado pagar yo. Víctor estaba inmóvil, suponía que sumido en sus sueños. Le toqué en el hombro para despabilarle y decirle que le invitaba pero no hizo ni un solo ademán de incorporarse. Le fui a coger de una mano para intentar sacarle del sopor de la bebida pero tenía la mano helada. No estaba lo suficientemente borracho para no saber que estaba muerto. Era el segundo año que cursaba quinto de medicina en el Complutense. Me quedé tan helado como él. Uno está acostumbrado a tocar fiambres en el laboratorio de autopsias pero esto era otra cosa. Los mulatos seguían bailando pero mis pensamientos daban más vuelta que ellos. Empecé a marearme. Dejé un billete de 50 euros en la barra sujeto por el codo de Víctor y me fui.
Salí y vomité durante minutos con arcadas interminables. Ya no tenía ni la cena, ni las bebidas en el estómago y era como si necesitase vomitar un sentimiento extraño entre la culpabilidad y la estupefacción. No recuerdo mucho de aquella noche y confieso que estuve muchos días sin poder quitarme a Víctor de la cabeza. Se nos habían echado encima el mes de mayo y los exámenes finales. Sin dar ni un palo al agua a lo largo del curso, todo nos pusimos a estudiar como locos y dejamos de salir hasta que terminásemos. Era nuestro último año y cuatro de nosotros, entre ellos yo, no podríamos volver a repetir quinto.
Pasé bien las pruebas finales de Cirugía, Deontología, Psiquiatría y Sistema Endocrino. Además, llevaba aprobadas del año anterior tanto Patología Infecciosa como Oncología Clínica. El último examen era el de Patología y Cirugía Forense. Siempre consistía en responder a las preguntas de los catedráticos en torno a un cadáver. Lo había visto mil veces y ya no me impresionaba la presencia de un cuerpo muerto encima de una mesa camilla con mal aspecto, cicatrices y alguna amputación. No quise desayunar en casa por si me revolvía al ver de nuevo un cadáver porque nunca se sabe cómo vas a tener el día.
Fuimos pasando a la sala fría de la morgue en grupos de cinco alumnos. Me tocó en la segunda tanda. Los cinco primeros en salir, nos guiñaron un ojo en señal de complicidad y nos dejaron entrever que la cosa era aparentemente sencilla. Pasamos lentamente y allí estaban los cuatro catedráticos miembros del tribunal. Todo mi futuro estaba en esa prueba. El catedrático y forense, Eduardo De la Fuente, conocido por todos como “Manostijeras”, nos dijo que nos aproximáramos a la mesa camilla y levantó la sábana que cubría el cuerpo del pobre diablo que nos había tocado aquel día. Todos miramos con expectación, tres a un lado de la camilla y dos al otro, pero sólo yo me percaté de que el muerto tenía un tatuaje en el lado derecho de cuello en el que se podía leer “Carpe Diem”.

(FcoTomásM2024)

DUALIDADES

Hay días en los que estoy convencido de que me voy a comer el mundo y días en los que tengo la certera sensación de que el mundo me va a engullir sin salvación posible. Muchas mañanas me levanto con sobrados ánimos y subo los escalones de dos en dos pero hay jornadas en las que me parece que ando arrastrando los pies y con el alma caída. Hay días en los que uno sabe que está sucediendo todo lo primero y hay días, como el de hoy, en que uno lamenta que esté ocurriendo todo lo segundo…

(FcoTomásM2018)

«DEBEMOS APRENDER A MIRAR»

Aquellos ojos celestes me guiaban en mi ceguera emocional. Salí de a tientas con un dolor penetrante y las cuencas de los ojos vacías y ensangrentadas, tal y cómo huyó Edipo de Tebas y peregrinó de forma errante durante años hasta llegar a Colono. La ausencia de visión agudiza el arte premonitorio y abre las puertas al mundo poético: Homero, Tiresias, Edipo… Yo me aferré a su mirada para poder ver lo que en realidad no podía ver. “No hay peor zozobra para nuestra alma ni peor dolor para nuestro corazón que la ceguera”, pensé. He caminado tanto en las tinieblas que creo reconocer cada recoveco de ellas y las plantas de mis pies tienen una memoria dolorosa de ese sendero pedregoso. Tengo llagas en los talones pero me duelen más las llagas de mi alma.
Hoy, que he empezado a ver un poco de claridad entreabriendo los párpados, me siento feliz porque cualquier mal no es eterno. El mayor gozo de mi alma es seguir teniendo a mi lado la mano suave. que me alimentaba cuando no veía; los ojos celestes, que me guiaban en mi ceguera; y, cómo no, los mismos besos tiernos, que recibía cuando casi no podía ni sentirlos.
No es tan importante cómo me sentí en otros tiempos de oscuridad y negrura sino cómo lo inesperado me ha sorprendido y los Dioses me permiten seguir viendo todas las cosas bellas que tiene esta vida. Nunca volveré a caminar solo, de eso estoy convencido, porque mis ojos ya miran a esos ojos celestes y nos unen todas esas cosas verdaderamente importantes, que son, precisamente, esas cosas que no se ven.
Mi camino ha sido tortuoso pero ahora me siento feliz porque sé que un largo viaje me espera a un lugar desconocido sin topónimo ni ubicación exacta. Ya llegaré. Arribaré con mi barquita y plegaré la vela y subiré los remos. Varado en la orilla, sabré que habré llegado. Bajaré de la mano a quien me alumbró durante el viaje y mi perro saltará como loco para rebozarse en la arena fina de la playa y luego, con la lengua fuera y corriendo, se meterá en el agua para salir empapado,  sacudirse fuertemente y salpicarnos de agua. Entre risas, viviremos un momento divertido.
No creo que me lleve libros, no porque haya leído mucho y lo creo suficiente, sino porque repasaré de memoria aquellos párrafos más queridos y algunos versos imborrables. No tengo prisa por llegar aunque me tienten las ensoñaciones. Ahora estoy releyendo mis libros favoritos, marcando páginas, subrayando frases, anotando mis emociones al pié de cada página. No serán los libros más impolutos del mundo pero son los míos.
Puede que me deje llegar con rapidez por el viento de la desesperanza y me quede abatido ante todas esos comportamientos humanos, que no entiendo ni nunca comprenderé. Puedo, incluso, que mi sensibilidad de aprendiz de poeta me haga magnificar todo y obcecarme, pero subo a la cima del Olimpo con la misma rapidez con la que bajo al Hades infernal.
Hoy me siento bien, me reconfortan las palabras de las personas que quiero, la cristalina agua del arroyo me calma la sed y me apaga el fuego de la garganta, me sacia el apetito un trocito de pan con queso y termino con una manzana madura, que quite las amarguras de mi alma con su dulzor.
Hay días que uno quiere hablar de las personas que he conocido. pero hoy es de esos días en que necesito escribir sobre mí, mecerme a mí mismo entre los adjetivos y los verbos, suspenderme de un predicado y sentirme el sujeto de todas las oraciones. No lo hago por ser pedante, prepotente o soberbio, lo hago porque me lo pide esta alma mía que se hincha con un beso tierno y se retrae con una palabra dañina. Hace mucho tiempo que, sin dejar de cuidar a los demás, me dedico unos minutos diarios a quererme a mí mismo.»

(FcoTomásM2024)

VOLVERÉ MAÑANA.

Volveré mañana, para mirar tus ojos rasgados al despertar y sentirme feliz. Rociaré tu cuerpo con mis besos para que no temas levantarte temprano. Acariciaré tu piel con la única intención de despertar tus pechos dormidos. Juntaré mis labios a los tuyos para sentirnos vivos y tener escalofríos. Notando mis latidos y el trasiego de la sangre por mis venas, insuflaré las velas de mi nave para alcanzar las orillas de tu playa. Lentamente, entraré en tu bahía con el zigzag de las olas que empujan de fuera a dentro y de dentro a fuera. me dejaré llevar por los movimientos aparentemente suaves pero llenos de vida. Encontraré el agua templada de tu bahía incitándome a llegar más y más allá. Tu suave cala, se mostrará jubilosa de mi visita y me arropará con besos y abrazos como no queriéndome dejar escapar. Pero no quiero escapar, no. Deseo quedarme sin fuerza en cada movimiento y embriagarme de tus gemidos y palabras entre dientes. Soy feliz despertando tus sentidos y tu recibimiento es el mejor trofeo para este caballero a tu servicio. Méceme, recibe y da, repliega y sacude tu sexo contra el mío. Vamos a llegar al paraíso soñado del placer. Abro mis ojos y veo los tuyos entornados, su labios entreabiertos, tu pechos desafiantes y me humedezco de tu néctar de amor… no creo que me oigas en este momento, pero te amo. Siento mi fuerza escapar y das un gran suspiro de alivio porque hemos tocado las nubes del cielo. Dejar caer tu piel sobre la mía dejando atrapada mi nave en tu bahía. No existe el tiempo, desconozco si es de día o de noche, ignoro el día de la semana o la estación del año… sólo sé… que volveré mañana.

(FcoTomásM2024)

Contracorriente

Cuando la emoción se desborda y rebosa por el alma hasta hacernos un nudo en la garganta, cuando el sentimiento salta hasta salirse del corazón y nos oprime el pecho y no podemos impedir que se nos escapen los besos o las lágrimas, cuando las mariposas del estómago se convierten en cenizas enterradas en decepciones y las tripas se nos enredan unas con otras hasta causar un dolor insoportable por ese nudo inextricable… es cuando nos damos cuenta de que somos juguetes en manos de los sentimientos y las emociones.

Somos tan insignificantes que la alegría o las penas nos conducen por caminos que nunca desearíamos por voluntad propia. Para qué esforzarse en nada contra corriente si la marea siempre nos acabará venciendo. Me dejo llevar, no sé a dónde, ni cuándo, ni por qué, ni con quién… he aprendido a no hacer preguntas porque las respuestas siempre provocan una zozobra mayor a la de la incertidumbre.

(Fco Tomás M 2024)

DOMINGOS

Los domingos supuestamente son días en los que uno naufraga entre la indolencia, la diligencia y las dudas. Se dice que no hay nada comparable a la zozobra de espíritu. Supuestamente, nuestra alma no es impermeable, sino que se impregna de todo lo que nos provoca emociones. Según algunos, las mañanas dominicales son momentos de incertidumbre porque uno no sabe si salir o quedarse en casa. Por un lado, se supone que pesan las ganas de aprovechar un día festivo; por otro, los pensamientos de tener que madrugar al día siguiente; y por ambos lados, las dudas supuestamente razonables. Algunos sugieren que los domingos es mejor no tener vicios adquiridos o querencias inmaduras. Según algunos, los domingos es mejor plantearlos como un día dedicado a la improvisación…

(FcoTomásM2024)